miércoles, 8 de febrero de 2012

Belleza en mitad del caos

Llovía cuando aterrizó el avión en tierra italiana. El resto del día el tiempo nos dejó, al menos, disfrutar de los primeros lugares que nos sorprendieron con la boca abierta. 
En primicia, la Fontana, con su ventana superior derecha pintada... y sus personajes, tal y como había leído en los libros. Las ganas de llorar de emoción se esfumaron con los nervios por inmortalizar el momento junto a otro grupo pequeño de visitantes mientras una chica recordaba entre sollozos la posible ruptura con su pareja a la vez que veía el agua caer por Trevi. 
 La Plaza de España nos esperó vacía, una postal que tal y como me habían dicho antiguos amigos turistas sólo pasa cuando un director de cine graba allí su película o en casos como ese: baja temporada de visitantes y posibilidad de mojarse. Resultaba extraño ver tan desolada la calle en la que se encuentran las tiendas de moda más caras de la ciudad, como si en cualquier momento todo el mundo fuera a salir por algún sitio con sus grandes gafas de sol o los bolsos colgando por la mitad del brazo, pero eso no sucedió hasta un par de días después. 
Un paisano de setenta años con una pequeña coleta blanca y sombrero se paró a hablar con nosotros y nos advirtió que al día siguiente llegarían las nieves. Por nuestra parte, atentos a sus palabras pero sin reparar en las consecuencias, nos despedimos amablemente para continuar nuestro camino a Quattro Fontane y Barberini donde, si no tenemos cuidado, casi nos timan al pedir la cuenta por aquello de que "teníamos pinta de turistas". 
Eso sí, fue en otro restaurante diferente donde pudimos saborear nuestra primera pizza. 

 Debimos hacer más caso al italiano de la coleta blanca. Al día siguiente comenzó el temporal aunque nos dio una tregua para tomar nuestro desayuno con caffé latte y llegar en autobús a los Museos Vaticanos en los que, además, no tuvimos que esperar colas. La majestuosidad de aquellas dependencias es indescriptible, el arte, incalculable y aún más la belleza. 
 Antes de entrar en la Basílica de San Pedro comenzó, al fin, a nevar. Cuando salimos, la plaza ya estaba blanca y un hombre en pantalones cortos y con un Heineken en la mano preguntaba por el paradero del Papa. Comimos cerca del Castillo de San Ángelo y una vez fuera comenzó la aventura: las calles empezaron a colapsarse, el ayuntamiento no echaba sal en las carreteras y nuestros pies empezaron a nadar dentro de las botas. 
Las líneas de autobuses no llegaron, un motero derrapó y cayó delante de nosotros y más de cincuenta personas se concentraron en una sola parada, sin embargo, en nuestro camino al hotel de más de media hora a pie apenas podíamos caminar y no por el hielo de las aceras, sino por los ataques de risa que nos entraron al ver el caos y la práctica paralización de la vida. Pero llegamos vivos después de parar en varias zapaterías, lencerías y haberme caído de culo cruzando la calle delante de una hilera de coches. 
Aún conservo el recuerdo de aquel momento en mi piel. 
Tras esas dos horas de terror en las que nos dio tiempo a cambiarnos de ropa, por fin, pasó lo peor. Llegaba la noche mientras pasaba el deshielo pudimos llegar al Phanteón y a Navona pasando por una Gelatería. La cena fue nuestra recompensa en una pequeña calle llena de comerciales invitándote a probar su gastronomía. 

 La nieve que apareció en las calles al día siguiente fue debido a la nevada nocturna porque a partir de ese momento comenzó a salir el sol. Los romanos salieron con sus hijos a jugar por las calles, otros sacaron su equipo de esquí y los extranjeros nos dirijimos a patear las calles de la ciudad con la decoración de Santa María la Mayor, Della Vittoria, Pablo in Vincolo y el Coliseo. La televisión sacaba imágenes de la gente haciendo sus propios muñecos de nieve, tirándose con bolas o mirando a los foros. Trajano y Vitorio Emmanuelle también dominaban parte del espacio artístico. El barrio bohemio del Trastevere nos esperaba para comer y tras haber pateado gran parte de la ciudad nos dirigimos, esta vez sí, a la Plaza de España para comprar recuerdos y tomarnos un chocolate caliente. 

 Estampas que nunca podrán borrarse y momentos nevados que, si conocemos el transcurso de la historia en esa ciudad, puede que vuelvan a repetirse, probablemente, dentro de 25 años.